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Gerontofilia
Justino López

Los gerontófilos han de ser una especie a proteger. Sí, mis queridos lectores, frente a la avalancha de silicona, implantes diversos, cirugía facial, liposucciones y todos los elixires de la eterna juventud que han inventado las clínicas para forrarse, estos amigos de la tercera edad reivindican tetas como pimientos fritos, pollas flácidas y pellejudas, canas a mansalva y que “la arruga es bella”. Como no podía ser de otra forma en la gerontofilia hay de todo. Los hay que disfrutan simplemente viendo a un par de venerables cincuentones jodiendo alegremente, los hay que buscan una figura paterna o materna, en resumen, hay de todo. Lo normal es una atracción por una persona bastante más mayor que el gerontófilo, que encuentra placer en la seguridad que le produce la madurez de su acompañante. Además, como no podía ser de otra forma, los científicos han buscado una explicación a esta curiosa atracción por la gente mayor que experimentan cada vez más adeptos y, en general, se opina entre la mayoría de los psicólogos que se debe a una relación muy feliz con personas mayores (generalmente con los padres) a edades tempranas lo que se intenta eternizar al llegar a adulto o bien todo lo contrario, la falta total de figuras paternas que se intenta rellenar con cualquier viejete en la cama, lo que yo creo es que no les entra en la cabeza que diverjan tanto en sus gustos de los cánones de belleza establecidos. Y a mí, particularmente, me parece que algunas sexagenarias van provocando con ese contoneo que sólo puede dar una buena artrosis, o lo interesantes que resultan algunos abueletes con ese aire de indiferencia que produce estar más sordo que un sonajero. Y es que hay que follar hasta la muerte.


Querida Maraba
Leopoldo María Panero. 

Querida Maraba: 
He leído tu diario, y me ha emocionado. Te he visto como un ser humano, no como un objeto o una costumbre. Parece que el miedo o lo que tú llamas esquizofrenia te impiden mostrarte ante mí como eres. En cuanto a mí no sé cómo me atrevo a ser. La literatura ha muerto y la locura también. Ya nada me une al ser, ninguna obcecación, ninguna obsesión, ninguna venda. Menos que nada lo que Mallarmé llamaba la obsesión de la existencia. Aquí, en Mondragón, rodeado de asesinos, la vida me parece como al Papa Borgia, de muy escaso valor. En el colmo de la lucidez, no poseo siquiera ese arrebato de locura que permite suicidarse. Me veo como irreal, como si ya no existiera. No tengo recuerdos; mi vida entera está tachada, la veo como algo peor que un error o una fantasía. Sólo me alegran los sentimientos apocalípticos, las tormentas, la lluvia, los relámpagos que no alumbran nada. Diríase que soy Artaud, pero para quién o para qué. Escribir ahora no es ya llorar, sino alucinar, creerse como en un delirio, ser alguien en un mundo para alguien. Ese loco que da vueltas a su bastón en el aire me saca continuamente de mi sueño. Me recuerda que no hay nada, sino para el sueño de alguien, de ese alguien que es un sueño, que es siempre lo que Lacan llamaba L’autre imaginaire. Debajo de mi ventana pasea un hermano de San Juan de Dios: va a morir, está enfermo de sida, y sin embargo eso no significa nada, ni para mí ni para él. No es un destino, es un azar odioso que no le impide seguir caminando, mirando, ni vivir su existencia como un absurdo. Para el existencialismo, tal absurdo era una política, porque se oponía a un sentido visceral. Pero para mí hoy tal sentido ha muerto con la literatura que lo expresó. La literatura era para alguien o contra alguien, y en ese jardín ya no hay nadie. Sólo Prometeo atado a una roca, y unos patos que vuelan sobre la nada. La esperanza de que llames no es mucha. Sólo cuenta mi compañía, no yo. Y mi compañía, mi valor para el sueño, está por terminar. Porque ya he despertado: he despertado a un mundo sin nadie, y un mundo sin sueño no es ya un mundo. Es sencillamente, lo más atroz que pueda imaginarse. Porque aun así la boca respira y la mirada ve, y no hay nada ya que ver ni aliento alguno. Este es sin duda, el tan esperado fin del psicoanálisis interminable, el alta definitiva, la muerte. Soy el Anticristo, ni tan siquiera soy yo, soy un espectro masticado, digerido por la boca de seres malolientes y sin otro rostro que la baba del insulto. Aquello que he perdido no era una batalla. Mi enemigo tiene un nombre: España, pero no un rostro, es como una serpiente visceral y sudorosa, un animal peludo y hambriento que no teme a Dios ni al diablo. Me ha escupido limpiamente en el suelo como un material de desecho, como a un despojo. Mi locura rozó los límites de la suya, y eso fue lo que me hizo merecer la muerte. Recuerdo aún una vieja gangosa insultándome, a un deportista sudoroso masticando mi cerebro en la radio, sin importarle un bledo lo que fuera el terrible sueño de la cultura. Ni siquiera muerto seré alguien o algo para él. Eres el Anticristo, entonces te adoro, es lo último que acertó a decir el sapo. As alone aunt from a broken aunt-hill, from the wrekedge of Europe, ego escriptor”.


Sobre-entre
Javier Corcobado

Sobre la vergüenza del hombre, sobre las venganzas más duras, está ella, Violeta, respirando violento y profundo, desnudándose y dilatando las pupilas. Sobre los pueblos más cruzados, sobre los días y las noches más densas, está ella, Violeta, sin regalar ni aceptar. Está como el dios más diminuto, sobre y entre nosotros. Yo la voy persiguiendo hasta que sus ojos me tocan. Conozco su color, pero no su nombre. Está ella, Violeta, pero no con sus flores, pero no con mis flores. Está ella, Violeta, entre nuestras ramas más sucias, sobre algunas de nuestras casas. Está ella enferma estos días, porque su peor mal se escapó. Sobre todos los mandatos, sobre muchas de las camas, está ella, Violeta, y su nombre se borra rápido cuando lo escribe en tu espalda, cuando lo escribe en tu cara. No sé quién es. Su nombre no es su color, su nombre está escrito en tu almohada.


Transexual
Javier Corcobado

Las babas heladas como las balas de un asesino. Las uñas mordidas por la televisión, y su ropa interior bailando un piano de fiebres. Una endeble bizquera ilumina las apoteósicas ruinas de su cuarto de 500 pesetas, alumbra cagando en mitad de la luna que asoma por el ventanuco. Es otro transexual, borracho, enfermo y legalizada. 


¿Un chute de heroína?
El Angel

¿A qué se parece un chute de heroína? Odio esa pregunta, nunca sé qué coños contestar, la primera palabra que asocio a esas siete letras mágicas es calor. Creo que toda la vida he estado buscando calor, aunque sólo fuera un poco. ¿Un chute de heroína? Es algo así como un profundísimo beso en la boca. ¿Un chute de heroína? Es algo así como si tu papá y tu mamá encendieran un fueguecito para asar un pollo mientras tú retozas con tu helicóptero de juguete. ¿Un chute de heroína? Sería algo así como si tú golpearas mi puerta un día cualquiera y al abrir te arrojaras en mis brazos con lágrimas en los ojos y diciéndome que me quieres. ¿Entiendes ahora?


Sin título
Oscar Sipan

A veces me imagino un hombre sentado delante de una máquina de escribir intentando desprenderse de todo lo que no le gusta y vive en su interior. Tiene la mirada fija en el folio y las mandíbulas apretadas, como si lo fueran a fusilar. Sus dedos, huesudos y estilizados como los de un pianista, reposan delicadamente sobre las teclas, esperando una señal del cielo o del cerebro, lo mismo da. Van pasando los minutos y los dedos comienzan a impacientarse, haciéndolo notar con un ligero temblor que parte de las articulaciones y se extiende hasta las puntas de las yemas. De repente, comienzan a moverse con soltura: la inspiración se ha posado en el árbol muerto. Las letras se imprimen con fuerza, instantáneas, oscuras y mágicas, y destrozan la quietud de la máquina y la blancura del folio. El hombre escribe durante media hora y luego lee en voz alta:
A VECES ME IMAGINO un hombre sentado delante de un teléfono rojo. La luna ilumina el comedor con sus rayos de plata y el hombre espera y se desespera. En varias ocasiones ha creído escuchar el poderoso retumbar del aparato, pero todo ha sido producto de su imaginación. Tiene el ceño fruncido, lo que le da un aspecto de inspector de policía, y las manos colocadas una encima de la otra, casi suplicantes. Los gatos rebañan los tejados en busca de salchichas y desperdicios que la mujer del carnicero les habrá hecho llegar. Caminan muy tiesos con la cola parda erguida, en actitud desafiante, y sus ojos extraños y llenos de personalidad se clavan en los del hombre que, sentado junto al teléfono rojo, les mira a través del cristal dejando escaparuna lágrima de amargura. De repente, el teléfono rojo explota como una bomba en unos grandes almacenes, inesperadamente, y lo saca de su triste letargo. Lo descuelga ilusionado y alguien susurra:

A VECES ME IMAGINO un hombre sentado en las frías escaleras de una casa vieja de un barrio obrero cualquiera. Tiene el culo congelado de tanto esperar sobre los escalones de piedra y le duele enormemente el coxis. Sus ojos parecen reñidos entre sí; mientras el izquierdo acaricia el buzón -un buzón pintado de azul cielo con una plaquita en la que hay escrito un nombre y dos apellidos-, el derecho vigila, como un detective a sueldo, la puerta de entrada.
Desde hace mucho, mucho tiempo espera una carta que nunca llega; se siente como el protagonista de EL CORONEL NO TIENE QUIEN LE ESCRIBA. De repente, sus oídos perciben un clac, clac, clac que bien podría ser el carrito amarillo con la insignia de correos arrastrado por el cartero. Instintivamente, tensa los músculos semidormidos y se levanta como un resorte. En el ambiente del portal la esperanza es tangible; tangible como un sombrero hongo. El cartero lo ve de pie, pálido y con una mueca de ansiedad y desesperación en el rostro que le delata y, aunque sintiéndose un canalla, agita la cabeza de un lado para otro, rompiendo la ilusión de un hombre en mil pedazos. Reparte las cartas con rapidez y diligencia y enfila sus pasos hacia el exterior. Nada más doblar la esquina, se encuentra con una poetisa de enormes ojos azules y largas pestañas como carreteras que, tras besarle en la mejilla, le dice:
a veces me imagino un hombre sentado en una mecedora de mimbre analizando un retrato femenino en blanco y negro, a la vez que tararea I BELIEVE IN YOU de Neil Young. Sus ojos recorren el rostro de la mujer como buscando respuestas. Besa mentalmente sus párpados tristes, mordisquea los lóbulos de sus orejas y termina lamiendo unos labios sensuales y angulosos como los de una mujer pintada por BALTHUS.La canción se une con el retrato como un puzzle bien hecho y termina explotando en su cabeza. El hombre se retuerce de melancolía y dolor e intenta apartar los recuerdos de un manotazo. Se levanta con el rostro desencajado y se dirige hacia el mueble-bar. Saca una botella de whisky medio vacía y un vaso de cristal opaco, se sirve una generosa dosis y se la toma de un sólo trago junto con sus lágrimas."
A VECES IMAGINO UN HOMBRE SENTADO DELANTE DE UNA MAQUINA DE ESCRIBIR Y ME SORPRENDO ENORMEMENTE AL DESCUBRIR QUE, POR EXTRAÑO Y RETORCIDO QUE PAREZCA, ESE HOMBRE SOY YO.
 

Aquellos
Javier Corcobado

En la abstinencia de su preciosa pesadilla, él suspira humo de su reloj inflamable. Ya es rey y se pregunta: ¿ahora qué?. Ha rebotado entre las nubes y el agua que decora la tierra. Ha inventado el cantar torcido de los ángeles en el cieno, en el cieno, en el cieno. El olor a jabón de corazón de ella sigue perfumando sus manos enredadas entre su pelo hambriento de limpieza. Tumbado en un salón sin aire, sin sitio donde acostarse, llama susurrando a su más terrible sueño, su quimera más fantástica y más mansa. Llama susurrando a algo que nunca ocurrió en su vida de codazos y ilusiones congeladas y muertas por el viento más frío. Él dice su nombre. Ella es el crepúsculo del tiempo perdido, la única pesadilla cierta vistiendo aro de oro, ojos gigantes, tela negra, besos acuáticos, sed inmensa, alma oscura, pero fresca. En la abstinencia de su preciosa pesadilla, ellos respiran el humo de sus relojes inflamables: él aspira de su cigarrillo, ella expira ese humo lento para siempre.
 
 


Sin título
Leopoldo María Panero

“Si el arte, la escritura, han muerto no ha sido sólo por causas externas, sino también internas: el arte, la escritura han muerto por una sola causa: por cuanto eran fruto de la división social entre trabajo manual y trabajo intelectual, y de la división del hombre entre lenguaje y energía, entre significado y sentido: así nos correspondería inaugurar un nuevo arte total, hecho por todos, fusión de sentido y significado. Esto es lo que, fundamentalmente, quieren decir Lautreamont, Mallarmé, Artaud: no habrá ya entonces necesidad de “crítica”, por cuando, de ahora en adelante, ésta radicará en el mismo arte: se acabó el arte “inspirado”, ateórico (y por consiguiente ideológico) y acrítico; y la crítica, si aún quiere ser, habrá de ser artística, tan total como el arte que pretende criticar. Ejemplos de este arte total, en España, sería imposible encontrarlos en la escritura: el único que me viene a la memoria pertenece a otro género, y es Darío Villalba, quien con sus obras ha hecho morir el “cuadro”, ha abolido ?o tratado, al menos, desesperadamente de abolir? la separación existente entre público y “autor”. Prefiero los “ambiciosos burgueses” a los “abominables mamarrachos”, al menos los primeros ejercen sobre sí cierta censura, su ambición les obliga a cierto sentido de realidad, lo cual redunda en beneficio de la calidad; mientras que los segundos, fiados de su divinidad, no se obligan a nada, la escritura les importa un bledo, el lector también; actúan impunemente y cualquier teorización de su práctica les sonará a falsa: les preocupa únicamente “saber” que son genios, y con esa palabra, a decir verdad, es difícil de significar (ni siquiera Goethe lo logró plenamente), se sienten libres para cometer toda clase de crímenes, contra la escritura, contra la producción. Y nada más queda por añadir, excepto quizás, solicitar en vano un poco más de respeto para una palabra que Poe tanto amó.
 
 


Dirty Chic
Peggy López

Antes de salir de mi hotel, procuré fabricarme un look de acuerdo con mis sentimientos, y hoy en la mañana, desde el momento mismo de abrir los ojos, me sentí sucia, pecadora, una zombie más de la cultura del consumo. Los verbos coger y comprarse se me revelaron como los dos grandes pilares donde mi efímera vida se sostenía. El sol estaba detrás de las cortinas esperando recibirme; pero se quedaría esperando, pues ?como saben todos ustedes? yo soy una mujer vampiro. No quise llegar a la casa de ninguna de mis amistades madrileñas, es de muy mal gusto plantarse con un par de maletas delante de la puerta de un amigo y decirle: “Peggy está otra vez en Madrid”. Lo que yo hago siempre es llegar a un hotel más o menos sofisticado y, esa misma noche, visitar los bares que frecuentan mis amigos; luego me los encuentro por casualidad, sorpresas, abrazos, besos y comienzo a sopesar las ofertas que recibo para ser huésped en sus hogares. ¿No es chic? A las seis de la tarde, y de acuerdo a mi estado de ánimo, decidí vestirme dirty chic. Me ajusté mis pantalones Moschino adornados con corcholatas y una blusa de Lili Cube que yo mejoré forrándola de cartón barnizado. Mis botines negros de Robert Clergerie quedarían perfectos en cuanto pasara por un charco de agua y mi cabello, salvajemente despeinado, despertería vómitos pasionales, asco libidinal, sucias eyaculaciones. A las ocho de la noche salí de mi hotel. El botones me preguntó si las cocholatas me las había pegado yo. Regularmente no respondo a los trabajadores, pero como esa noche iba de dirty, le dije: “No tío, es un Moschino de 300 dólares, más o menos lo que tú ganas en un mes”. Caminé por la Gran Vía en dirección a la Cibeles buscando los almacenes Sepo, especialistas en fruslerías y en accesorios cutres. Me compré un par de pulseras de plástico color zanahoria y luego me fui a tomar al Chicote, famoso bar donde antaño tomaba cócteles Ava Gardner, y que ahora se abría gustoso para que pasara la Peggy López. Allí dejé pasar el tiempo conversando con el cantinero que también estaba intrigado por mi blusa de cartón. “¿Es cartón, cartón, lo que se dice, cartón?”, preguntaba el ingenuo jovenzuelo. “Claro, tío ?le respondí? como el techo de tu casa”. A las diez de la noche me fui directa al Morocco, un sitio de pedantería posmoderna muy ad hoc con mi vestuario. El Morocco tenía tres cosas que ofrecerle al público: unas paredes azul eléctrico muy bellas, sillas forradas con tela de leopardo y su fama como lugar de moda. No pasaron más de treinta y cinco segundos antes de que me encontrara con un conocido. ¿Pero, Peggy, tú en Madrid?”. “Claro, chico ?le dije con un poco de mala leche?, en cambio a mí no me sorprende nunca encontrarte siempre aquí, deberías ahorrar y hacer un viaje aunque sea a Tenerife”. Seguí mi camino hacia la barra y pedí un Finlandia (no hay que olvidar que esa noche iba de sucia), cuando la mesera, una rubiecita insípida, me dio la cuenta, una mano con un billete de mil pesetas se interpuso entre nosotras. Era Prado, un ex rockero convertido ahora en corredor de bolsa. “No lo puedo creer, Peggy, la flor más bella del ejido mexicano, aquí, frente a mí”. “Prado ?le dije?, siempre has sido un imbécil para los cumplidos, ¿pero qué se puede pedir de alguien que ha sido rockero?”. Prado me pareció una compañía muy adecuada para pasar los próximos treinta minutos. Así que le permití invitarme a los siguientes Finlandia. Mis Moschino recibieron varias miradas furtivas y despertaron la ?por decirlo así? envidia de una docena de divas que se habían quedado en el leopardo, la campana y los zapatos de plataforma. Me imaginé a las españolitas, al día siguiente, poniéndole corcholatas a sus Levis para ir al Stella, un sitio como el Morocco, ideal para petardear en la madrugada. A la una de la mañana me fui con Prado directa al baño. Nada más ideal para una dirty chic que follar dentro del baño del Morocco. Nos introducimos al compartimento dejando la puerta emparejada para que los voyeurs pudieran disfrutar libremente del encuentro entre dos mundos. Prado tenía los pantalones hasta los tobillos, los calzones en las rodillas y la polla levantada más de 90 grados. “Qué vulgares son los hombres cuando se excitan”, pensé. Por desgracia, mis Moschino se negaron a rebasar la curva de mis caderas y me fue imposible, en un espacio tan reducido, hacer las maniobras necesarias para quitármelos. Prado, que había sido rockero y por lo tanto adolescente toda la vida, quería romperme los pantalones, bajarlos, rasgarlos, hacerles un hoyo; pero lo único que hizo fue herirse los dedos con las corcholatas y provocarse una fuerte hemorragia. Pobrecito Prado, me dio lástima verlo allí tan indefenso. “¿Por qué mejor no te la pajeas, tío?”, le dije y salí del baño temiendo que manchara mis pantalones con ese horroroso líquido rojo que le salía de los dedos. En el pasillo un voyeur me reprochó: “Oye, a ver si para la próxima vez traes falda”. Cuando salí del Morocco estaban tocando una de mis piezas favoritas, Loving You de Minnie Riperton. Las notas me acompañaron hasta la Gran Vía y dejaron de sonar cuando cerré la puerta del taxi.
 
 


El monopolio
Jesús Borro Fernández

Todo el mundo sabía que el Johny era el camello de la Facultad. Yo le solía pasar los apuntes de las clases a las que faltaba a cambio de cierto trato de favor a la hora de negociar pequeñas e inofensivas dosis para el fin de semana. El horario de tarde no lo había elegido por que sí (como lo elegí yo), sino por ser la única forma de ir a clase de vez en cuando a ofrecer su gama de productos. Fue pionero en la introducción del teléfono móvil y en que éste dejara de ser un bien de lujo, cada vez que el mismo sonaba en clase se oían las sonrisitas hipócritas de las pijas que seguían siendo vírgenes, pero que parecían haber dejado de serlo después de haberse fumado en no importa qué fiesta de cumpleaños alguna de las famosas trompetas del Johny, la especialidad de la casa.
En Johny se encarnaban todos los principios del monopolio, a saber: Un vendedor y muchos pequeños compradores, el monopolista es precio-decisor, tiene capacidad para actuar en el precio; además el precio no es un dato, sino que depende del trapicheo, de la cantidad ofertada. El segundo principio era que se trataba de una gama de producto homogéneo y diferenciado: chocolate, farlopa, maría, heroína, pastillas de todo tipo, incluso para combatir el sueño en vísperas de examen; no existían sustitutivos próximos para los alucinógenos ofrecidos por Johny. El tercer principio era el conocimiento perfecto, la transparencia del mercado, todos habíamos trapicheado alguna vez con Johny (incluso algunos profesores y personal del PAS) y conocíamos perfectamente lo que podía pasar si alguien se iba de la lengua, o si entraba otro yonki en el mercado (Cuarto principio), para romper su situación de monopolio: no se permitía ninguna forma de competencia perfecta, ni siquiera la existencia de un monopolio social ?un utópico subsidio del Gobierno-, que habría disminuido los precios hubiera sido consentida por una comunidad que temía la trivialización de su forma favorita de evasión del fin de semana.
Johny había heredado su nombre de una canción de Iggy Pop, y se sentía orgulloso de ello pese a no haber estado en ninguno de sus conciertos, ni saber si Iggy era británico, yanki o afroamericano. Los conocimientos geográficos de Johny se limitaban a una correspondencia regular con Marruecos y contactos comerciales esporádicos con Amsterdam y Berlín.
La ruina le sobrevino a Johny cuando intentó profesionalizarse. Aunque el oligopolio ya lo habíamos visto en el primer parcial (véase Peter Sweezy), Johny no me pidió los apuntes y al final eso bastó para cargarse toda la asignatura y de paso su carrera como camello. Al intentar diversificar por libre su fuente de ingresos, fue peregrinando por otras facultades donde ya no era precio-decisor, y donde se encontró con una dura competencia cartelística: aumentando el precio, el resto de los competidores mantenía el suyo bajo la esperanza de atraer clientes adicionales; bajándolo, la competencia también lo bajaba para no perderlos. Johny no tenía ni idea de la Teoría del Oligopolio y cuando intentó colocar crack al doble de su precio de mercado sus clientes le dijeron que si se había pensado que eran yuppies o que les había tocado la bono-loto, que si de márketing no tenía ni idea, de economía mucho menos. En el fondo, yo le apreciaba casi tanto como a su mercancía, e intenté convencerle para devolverlo a su estatus de amateur, de yonki de película de Antonio Mercero. Demasiado tarde, para reestablecer el equilibrio en el mercado, algún competidor dio el chivatazo y un día le pescó la madera con la cantidad suficiente de heroína como para ponerlo una temporada a la sombra. 
Creo que ha vuelto a ponerse a estudiar la Teoría del Precio de Sweezy, pero esta vez con gráficas y con ejemplos teóricos.
 
 


La Reina Victoria
Anónimo

El padre de Victoria era el duque de Kent (hijo a su vez de aquel rey demente que fue Jorge III), y su madre era una princesa del ducado alemán de Sajonia-Coburgo, cuya línea dinástica también estaba atiborrada de indeseables. Decidieron educar a Victoria con gran austeridad y dentro de la más estricta moral, para que se apartara de la degeneración de las dos cortes, la inglesa y la sajona. Emergía el inmenso poder de la burguesía industrial y la clase media. La monarquía tenía que convertirse en otra cosa si quería sobrevivir a las crecientes presiones revolucionarias. Al principio de su reinado, Victoria era una pasionada whig (el partido progresista) y odiaba a los tories (los conservadores); ese odio le hizo intervenir en la política de manera dudosamente constitucional, impidiendo que el jefe de la oposición formara Gobierno. El maquinador rey Leopoldo había decidido, años atrás, que Victoria debía casarse con Alberto de Sajonia-Coburgo. El príncipe Alberto era primo carnal de Victoria y había nacido tres meses después que ella. Su padre, el duque, era un tipo disipado y mujeriego; su madre, cansada del maltrato, huyó a París con un oficial de la corte cuando Alberto tenía cuatro años y murió en aquella ciudad poco después. Lytton Strachey, en su deliciosa Biografía sobre Victoria, insinúa que, por entonces (a los 19 años) el príncipe mantenía una relación íntima con un joven oficial inglés, el teniente Francis Seymour. Victoria y Alberto se habían conocido por primera vez a los 17 años, sabedores ambos de que la familia aspiraba a casarlos. Estuvieron juntos un par de semanas y la adolescente y regordeta Victoria se quedó prendada de su primo. No se volvieron a ver hasta tres años después. Victoria le comunicó a su primer ministro que quería casarse inmediatamente con Alberto. La reina, en fin, ama con locura a Alberto; y Alberto, por su parte, ama ser amado, sobre todo por la reina de Inglaterra, y más aún cuando esa reina es un personaje tan lleno de vida y con una pasión tan desbordante. A las seis semanas de la boda, Victoria se quedó embarazada. A la pobre reina le desesperaba tener hijos, pero tuvo nueve, uno detrás de otro: la mayoría de ellos apenas sí se llevaban once meses. Tras el noveno, en 1857, el médico le prohibió tener más niños: “¿Eso quiere que decir que no voy a poder seguir divirtiéndome en la cama?”, preguntó la compungida, carnal y muy inocente reina. A media que el tiempo fue pasando, la figura de Alberto se agrandó más y más para la reina. Había conseguido no ya ganarse la confianza política de Victoria, sino convertirse en su consejero y su único apoyo. Fue Alberto quien ideó, organizó y sacó adelane, contra todo tipo de dificultades, la famosa Exposición Internacional de 1851, una celebración de la técnica, la paz y el futuro que resultó ser un completo éxito. Alberto mantuvo un peligroso pulso contra el poder político. El príncipe era cada día más infeliz. Su belleza se deterioró rápidamente: engordó, echó papada, se quedó calvo. Hipocondríaco y depresivo, se había entregado al trabajo de un modo patológico, hasta la obsesión, hasta la extenuación. En una visita oficial se empapó bajo la lluvia y cogió un resfriado. Fue empeorando semana tras semana, y al cabo se supo que tenía fiebres tifoideas. murió el 14 de diciembre, sin ruido, sin espasmos, sin luchar. Tenía 42 años. Victoria fue atrapada por la locura de los Hanover. Ella creía que iba a morir inmediatamente, pero en realidad vivió aún 40 años más. Destrozada y medio demenciada por el dolor, la reina ordenó que pusieran una foto del príncipe sobre la almohada y se acostaba abrazada al camisón de Alberto. Además, los sirvientes tenían que sacar todos los días ropa limpia para el príncipe, y cambiar el agua de su lavamanos (este rito se mantuvo durante cuatro décadas). Victoria abandonó toda actividad pública, incluso se negó a asistir a los consejos de sus ministros. Al fin, y después de mucho presionar, se logró que la reina se sentara en una habitación adyacente y que escuchara las deliberaciones a través de la puerta abierta. Por los Gobiernos europeos empezó a circular el rumor de que la reina Victoria se había vuelto completamente loca. Mantuvo esa actitud durante cuatro años; y después, en vista de que, contra lo que esperaba, seguía viva, volvió a ir asumiendo sus responsabilidades poco a poco. En 1865 se trajo a Londres a John Brown, un rudo escocés que había sido el valet de Alberto y que a partir de entonces fue el criado privado de la reina. Diecinueve años duró esa relación, sin duda amorosa, hasta la muerte de Brown en 1883. La reina, en fin, sobrevivió a casi todo el mundo, incluidos cuatro de sus hijos. Cuando falleció, octogenaria y en 1901, fue enterrada en un carísimo panteón junto a su amado Alberto. Murió aparentemente en plena gloria, siendo la gran emperatriz de la India y la orgullosa reina de Inglatera; pero en realidad la monarquía había ido perdiendo todo poder ejecutivo durante su reinado, y además empezaba el nada victoriano siglo XX y el declive fatal del imperio británico.
 
 


Una vocación imposible
Juan José Millás

De haber nacido hombre, no tengo ninguna duda sobre lo que me habría gustado ser: misionero, pero misionero aquí, en Madrid. No entiendo a esos curas que se van a salvar almas a la selva. Lo lógico es rescatar primero las de Madrid y, luego, si todavía tienes tiempo, las de Barcelona, Valencia, Sevilla y Bilbao, por este orden. La selva puede esperar. Yo creo que los curas que se van al Amazonas, o a África, no tienen verdadera vocación: se marchan porque no aguantan a su madre, o porque les gusta la aventura, porque si de verdad quisieran salvar almas se quedarían en Madrid. El domingo pasado fui al Retiro, empecé a contar almas y cuando iba por dos mil quinientas treinta y siete lo tuve que dejar porque pasé junto a una madre que estaba contando en voz alta las cucharadas de leche en polvo para el biberón de su hijo y me confundió. Pero, bueno, no había contado ni la mitad, y eso que yo así, a ojo, calculo mal. Y todas se estaban ahogando, o sea, que necesitaban un misionero que les trasmitiera la palabra de Dios y les hablara de las postrimerías.
Una vez, iba en el autobús, en el 40 -lo había cogido en López de Hoyos-, cuando noté un revuelo en la parte de delante. Me acerqué y resulta que estaba agonizando un hombre de unos cincuenta años. El conductor detuvo el autobús y pregunto si había algún sacerdote entre el público. Yo habría dado la vida por ser hombre y cura en ese momento y salvar el alma de aquel agonizante. Como no salía nadie, di un paso al frente y dije que era monja. Una monja seglar, aclaré, pues iba con una falda un poco corta que al agacharme sobre el moribundo se me subió hasta los muslos. El desgraciado intentaba decir algo, así que acerqué mi oído a su boca y musito: -Un médico.
Un médico. Estaba muriéndose y lo único que se le ocurría era llamar a un médico. Yo me volví y dije que aquel hombre era negro y estaba pidiéndo que le bautizaran. Como en casos extremos cualquiera puede administrar este sacramento, pedí que fueran a por una botella de agua mineral a un bar y en un momento lo bauticé. Le puse de nombre Benito, porque soy muy partidaria de ese santo. Murió en mis brazos y espero que me haya perdonado la mentira sobre el color de su piel, pero quién se habría creído que estaba sin bautizar si hubiera dicho que era blanco.
El caso es que desde entonces, hace ya cinco o seis años de eso, los sábados y los domingos me disfrazo de hombre y frecuento lugares multitudinarios con la esperanza de que le dé a alguien una angina de pecho y pidan por la megafonía un sacedorte. Pero nada. Siempre piden médicos. El otro día, en un partido de fútbol, preguntaron si había algún cardiólogo entre los espectadores. Yo me presenté en la enfermería y dije que era cura, y que, si necesitaban un cardiólogo, también necesitarían un cura, pues una cosa va unida a la otra. Un sujeto fornido me sacó de allí de muy buenas formas, sin decirme nada, y lo peor es que al cogerme del brazo se dio cuenta, creo yo, de que era una mujer. Qué vergüenza.
O sea, que voy a cumplir cuarenta años y todavía no he salvado ni un alma por culpa de mi condición femenina. ¿Hay derecho a esto? Yo daría la vida por tener en Madrid una parroquia pequeñita, de pocas almas, por lo menos al principio. Ya iríamos creciendo. El caso es que por un cantante que vi en la televisión me enteré de que te pueden operar para convertirte en un hombre y dije ya está: me opero y me hago misionero. Además soy una mujer un poco hirsuta, o sea, que tengo pelos por todas partes, de manera que las hormonas me las podía ahorrar. Pues se lo cuento a mi director espiritual y dice que de ninguna manera, que lo primero que tengo que hacer antes de meterme en el quirófano es dejar de creer en Dios. Pero si lo que yo quiero es salvar almas. ¿Cómo voy a salvar almas sin creer en Dios? Tú verás, me contesta, pero esa operación es pecado mortal, fijo que te condenas. Así que no sé qué hacer, si operarme y perder mi alma para salvar las de los otros, o no operarme, en plan egoísta, y salvarme yo a costa de que las almas de Madrid, Barcelona, Valencia, Sevilla y Bilbao, por este orden, se vayan al infierno. He escrito al Vaticano, para consultar, pero no me contestan.
 
 


Delicias turcas
Rubén Lardín

Basada en una novela que a su vez adaptaba hechos reales, Delicias turcas, que fue nominada al Oscar como mejor película extranjera, tiene el honor de ser una de las mejores cintas de Paul Verhoeven, un realizador holandés que nos brindó buenos títulos en su primera etapa y que luego se integró, con habilidad pasmosa, en el circuito hollywoodiense más comercial con títulos menos interesantes.
Los primeros minutos de Delicias turcas expresan, clarividentemente, la mezcla de rabia, odio e impotencia que invade a un Eric recién abandonado por Olga. En sus fantasías sádicas, antes de pasar al rito masturbatorio ante la foto de la chica (liberación de la tiranía sexual más que deseo auténtico), el hombre se sirve de las armas de fuego y hasta del garrote vil para asesinar a la traidora y a su actual compañía masculina. Seguidamente, tras la inevitable y despechada utilización sexual de varias hembras, se nos traslada, en flashback, a la génesis de la mentira de Eric, cuando, haciendo auto-stop en busca de algún cambio, huyendo de la mediocridad en que vivía, conoció a Olga. El primer encuentro fue premonitorio: después de un precipitado polvete de presentación, Eric se pilló la polla con la cremallera; eso antes de estrellarse con el coche. Luego asistiremos, a partir de una historia de amor que parece tener un eje sexual y basarse en la irresponsabilidad, a la debilidad de Eric, a su decadencia ante la decepción, a su resignación y a la futura superación de su tragedia.
En su primera época como director, Paul Verhoeven no se cortaba un pelo en mostrar gráficamente los recovecos menos pudorosos de sus personajes. En esta cinta, en la que se apoya en las inolvidables interpretaciones de un macarrónico Rutger Hauer en su primer trabajo cinematográfico y una revoltosa Monique Van de Ven, el realizador holandés nos acomoda como espectadores y se explaya en la narración de anécdotas amorosas, de convivencia y de frustración en toda su crudeza, sin abreviaturas hipócritas ni elipsis ruborizadas. Sí que se pasa de vueltas, para un espectador poco intrépido, en alguna de sus expresiones, unas veces declaraciones de principios, otras simple y pura provocación escatológica. ¿Quién no recuerda los celos rabiosos de Eric, en forma de vómito sobre la propia Olga, su despreciable madre y amigos? ¿Y la novia preñada que empapa su vestido en sangre tras romper aguas en plena ceremonia? ¿Y el entrañable perrito que, presto y deslenguado, lamerá el amniótico charco en la silla de la humillada casadera? Son imágenes sin desperdicio.
Verhoeven, perdido para siempre entre las firmas clónicas de la producción norteamericana de serie A (aunque él se empeñe en seguir provocando, el mostacho de Sharon Stone en Instinto básico no es suficiente), parió en sus comienzos varias películas, entre ellas la que nos ocupa, que han de ser consideradas obras maestras en el retrato del alma humana. De culto. Vital.
 

 


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