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Gerontofilia
Justino López Los gerontófilos han de ser una especie a proteger. Sí, mis queridos lectores, frente a la avalancha de silicona, implantes diversos, cirugía facial, liposucciones y todos los elixires de la eterna juventud que han inventado las clínicas para forrarse, estos amigos de la tercera edad reivindican tetas como pimientos fritos, pollas flácidas y pellejudas, canas a mansalva y que “la arruga es bella”. Como no podía ser de otra forma en la gerontofilia hay de todo. Los hay que disfrutan simplemente viendo a un par de venerables cincuentones jodiendo alegremente, los hay que buscan una figura paterna o materna, en resumen, hay de todo. Lo normal es una atracción por una persona bastante más mayor que el gerontófilo, que encuentra placer en la seguridad que le produce la madurez de su acompañante. Además, como no podía ser de otra forma, los científicos han buscado una explicación a esta curiosa atracción por la gente mayor que experimentan cada vez más adeptos y, en general, se opina entre la mayoría de los psicólogos que se debe a una relación muy feliz con personas mayores (generalmente con los padres) a edades tempranas lo que se intenta eternizar al llegar a adulto o bien todo lo contrario, la falta total de figuras paternas que se intenta rellenar con cualquier viejete en la cama, lo que yo creo es que no les entra en la cabeza que diverjan tanto en sus gustos de los cánones de belleza establecidos. Y a mí, particularmente, me parece que algunas sexagenarias van provocando con ese contoneo que sólo puede dar una buena artrosis, o lo interesantes que resultan algunos abueletes con ese aire de indiferencia que produce estar más sordo que un sonajero. Y es que hay que follar hasta la muerte.
Querida Maraba
Querida Maraba:
Sobre-entre
Sobre la vergüenza del hombre, sobre las venganzas más duras, está ella, Violeta, respirando violento y profundo, desnudándose y dilatando las pupilas. Sobre los pueblos más cruzados, sobre los días y las noches más densas, está ella, Violeta, sin regalar ni aceptar. Está como el dios más diminuto, sobre y entre nosotros. Yo la voy persiguiendo hasta que sus ojos me tocan. Conozco su color, pero no su nombre. Está ella, Violeta, pero no con sus flores, pero no con mis flores. Está ella, Violeta, entre nuestras ramas más sucias, sobre algunas de nuestras casas. Está ella enferma estos días, porque su peor mal se escapó. Sobre todos los mandatos, sobre muchas de las camas, está ella, Violeta, y su nombre se borra rápido cuando lo escribe en tu espalda, cuando lo escribe en tu cara. No sé quién es. Su nombre no es su color, su nombre está escrito en tu almohada.
Transexual
Las babas heladas como las balas de un asesino. Las uñas mordidas por la televisión, y su ropa interior bailando un piano de fiebres. Una endeble bizquera ilumina las apoteósicas ruinas de su cuarto de 500 pesetas, alumbra cagando en mitad de la luna que asoma por el ventanuco. Es otro transexual, borracho, enfermo y legalizada.
¿Un chute de heroína?
¿A qué se parece un chute de heroína? Odio esa pregunta, nunca sé qué coños contestar, la primera palabra que asocio a esas siete letras mágicas es calor. Creo que toda la vida he estado buscando calor, aunque sólo fuera un poco. ¿Un chute de heroína? Es algo así como un profundísimo beso en la boca. ¿Un chute de heroína? Es algo así como si tu papá y tu mamá encendieran un fueguecito para asar un pollo mientras tú retozas con tu helicóptero de juguete. ¿Un chute de heroína? Sería algo así como si tú golpearas mi puerta un día cualquiera y al abrir te arrojaras en mis brazos con lágrimas en los ojos y diciéndome que me quieres. ¿Entiendes ahora?
Sin título
A veces me imagino un hombre sentado
delante de una máquina de escribir intentando desprenderse de todo
lo que no le gusta y vive en su interior. Tiene la mirada fija en el folio
y las mandíbulas apretadas, como si lo fueran a fusilar. Sus dedos,
huesudos y estilizados como los de un pianista, reposan delicadamente sobre
las teclas, esperando una señal del cielo o del cerebro, lo mismo
da. Van pasando los minutos y los dedos comienzan a impacientarse, haciéndolo
notar con un ligero temblor que parte de las articulaciones y se extiende
hasta las puntas de las yemas. De repente, comienzan a moverse con soltura:
la inspiración se ha posado en el árbol muerto. Las letras
se imprimen con fuerza, instantáneas, oscuras y mágicas,
y destrozan la quietud de la máquina y la blancura del folio. El
hombre escribe durante media hora y luego lee en voz alta:
A VECES ME IMAGINO un hombre sentado
en las frías escaleras de una casa vieja de un barrio obrero cualquiera.
Tiene el culo congelado de tanto esperar sobre los escalones de piedra
y le duele enormemente el coxis. Sus ojos parecen reñidos entre
sí; mientras el izquierdo acaricia el buzón -un buzón
pintado de azul cielo con una plaquita en la que hay escrito un nombre
y dos apellidos-, el derecho vigila, como un detective a sueldo, la puerta
de entrada.
Aquellos
En la abstinencia de su preciosa
pesadilla, él suspira humo de su reloj inflamable. Ya es rey y se
pregunta: ¿ahora qué?. Ha rebotado entre las nubes y el agua
que decora la tierra. Ha inventado el cantar torcido de los ángeles
en el cieno, en el cieno, en el cieno. El olor a jabón de corazón
de ella sigue perfumando sus manos enredadas entre su pelo hambriento de
limpieza. Tumbado en un salón sin aire, sin sitio donde acostarse,
llama susurrando a su más terrible sueño, su quimera más
fantástica y más mansa. Llama susurrando a algo que nunca
ocurrió en su vida de codazos y ilusiones congeladas y muertas por
el viento más frío. Él dice su nombre. Ella es el
crepúsculo del tiempo perdido, la única pesadilla cierta
vistiendo aro de oro, ojos gigantes, tela negra, besos acuáticos,
sed inmensa, alma oscura, pero fresca. En la abstinencia de su preciosa
pesadilla, ellos respiran el humo de sus relojes inflamables: él
aspira de su cigarrillo, ella expira ese humo lento para siempre.
Sin título Leopoldo María Panero “Si el arte, la escritura, han muerto
no ha sido sólo por causas externas, sino también internas:
el arte, la escritura han muerto por una sola causa: por cuanto eran fruto
de la división social entre trabajo manual y trabajo intelectual,
y de la división del hombre entre lenguaje y energía, entre
significado y sentido: así nos correspondería inaugurar un
nuevo arte total, hecho por todos, fusión de sentido y significado.
Esto es lo que, fundamentalmente, quieren decir Lautreamont, Mallarmé,
Artaud: no habrá ya entonces necesidad de “crítica”, por
cuando, de ahora en adelante, ésta radicará en el mismo arte:
se acabó el arte “inspirado”, ateórico (y por consiguiente
ideológico) y acrítico; y la crítica, si aún
quiere ser, habrá de ser artística, tan total como el arte
que pretende criticar. Ejemplos de este arte total, en España, sería
imposible encontrarlos en la escritura: el único que me viene a
la memoria pertenece a otro género, y es Darío Villalba,
quien con sus obras ha hecho morir el “cuadro”, ha abolido ?o tratado,
al menos, desesperadamente de abolir? la separación existente entre
público y “autor”. Prefiero los “ambiciosos burgueses” a los “abominables
mamarrachos”, al menos los primeros ejercen sobre sí cierta censura,
su ambición les obliga a cierto sentido de realidad, lo cual redunda
en beneficio de la calidad; mientras que los segundos, fiados de su divinidad,
no se obligan a nada, la escritura les importa un bledo, el lector también;
actúan impunemente y cualquier teorización de su práctica
les sonará a falsa: les preocupa únicamente “saber” que son
genios, y con esa palabra, a decir verdad, es difícil de significar
(ni siquiera Goethe lo logró plenamente), se sienten libres para
cometer toda clase de crímenes, contra la escritura, contra la producción.
Y nada más queda por añadir, excepto quizás, solicitar
en vano un poco más de respeto para una palabra que Poe tanto amó.
Dirty Chic Peggy López Antes de salir de mi hotel, procuré
fabricarme un look de acuerdo con mis sentimientos, y hoy en la mañana,
desde el momento mismo de abrir los ojos, me sentí sucia, pecadora,
una zombie más de la cultura del consumo. Los verbos coger y comprarse
se me revelaron como los dos grandes pilares donde mi efímera vida
se sostenía. El sol estaba detrás de las cortinas esperando
recibirme; pero se quedaría esperando, pues ?como saben todos ustedes?
yo soy una mujer vampiro. No quise llegar a la casa de ninguna de mis amistades
madrileñas, es de muy mal gusto plantarse con un par de maletas
delante de la puerta de un amigo y decirle: “Peggy está otra vez
en Madrid”. Lo que yo hago siempre es llegar a un hotel más o menos
sofisticado y, esa misma noche, visitar los bares que frecuentan mis amigos;
luego me los encuentro por casualidad, sorpresas, abrazos, besos y comienzo
a sopesar las ofertas que recibo para ser huésped en sus hogares.
¿No es chic? A las seis de la tarde, y de acuerdo a mi estado de
ánimo, decidí vestirme dirty chic. Me ajusté mis pantalones
Moschino adornados con corcholatas y una blusa de Lili Cube que yo mejoré
forrándola de cartón barnizado. Mis botines negros de Robert
Clergerie quedarían perfectos en cuanto pasara por un charco de
agua y mi cabello, salvajemente despeinado, despertería vómitos
pasionales, asco libidinal, sucias eyaculaciones. A las ocho de la noche
salí de mi hotel. El botones me preguntó si las cocholatas
me las había pegado yo. Regularmente no respondo a los trabajadores,
pero como esa noche iba de dirty, le dije: “No tío, es un Moschino
de 300 dólares, más o menos lo que tú ganas en un
mes”. Caminé por la Gran Vía en dirección a la Cibeles
buscando los almacenes Sepo, especialistas en fruslerías y en accesorios
cutres. Me compré un par de pulseras de plástico color zanahoria
y luego me fui a tomar al Chicote, famoso bar donde antaño tomaba
cócteles Ava Gardner, y que ahora se abría gustoso para que
pasara la Peggy López. Allí dejé pasar el tiempo conversando
con el cantinero que también estaba intrigado por mi blusa de cartón.
“¿Es cartón, cartón, lo que se dice, cartón?”,
preguntaba el ingenuo jovenzuelo. “Claro, tío ?le respondí?
como el techo de tu casa”. A las diez de la noche me fui directa al Morocco,
un sitio de pedantería posmoderna muy ad hoc con mi vestuario. El
Morocco tenía tres cosas que ofrecerle al público: unas paredes
azul eléctrico muy bellas, sillas forradas con tela de leopardo
y su fama como lugar de moda. No pasaron más de treinta y cinco
segundos antes de que me encontrara con un conocido. ¿Pero, Peggy,
tú en Madrid?”. “Claro, chico ?le dije con un poco de mala leche?,
en cambio a mí no me sorprende nunca encontrarte siempre aquí,
deberías ahorrar y hacer un viaje aunque sea a Tenerife”. Seguí
mi camino hacia la barra y pedí un Finlandia (no hay que olvidar
que esa noche iba de sucia), cuando la mesera, una rubiecita insípida,
me dio la cuenta, una mano con un billete de mil pesetas se interpuso entre
nosotras. Era Prado, un ex rockero convertido ahora en corredor de bolsa.
“No lo puedo creer, Peggy, la flor más bella del ejido mexicano,
aquí, frente a mí”. “Prado ?le dije?, siempre has sido un
imbécil para los cumplidos, ¿pero qué se puede pedir
de alguien que ha sido rockero?”. Prado me pareció una compañía
muy adecuada para pasar los próximos treinta minutos. Así
que le permití invitarme a los siguientes Finlandia. Mis Moschino
recibieron varias miradas furtivas y despertaron la ?por decirlo así?
envidia de una docena de divas que se habían quedado en el leopardo,
la campana y los zapatos de plataforma. Me imaginé a las españolitas,
al día siguiente, poniéndole corcholatas a sus Levis para
ir al Stella, un sitio como el Morocco, ideal para petardear en la madrugada.
A la una de la mañana me fui con Prado directa al baño. Nada
más ideal para una dirty chic que follar dentro del baño
del Morocco. Nos introducimos al compartimento dejando la puerta emparejada
para que los voyeurs pudieran disfrutar libremente del encuentro entre
dos mundos. Prado tenía los pantalones hasta los tobillos, los calzones
en las rodillas y la polla levantada más de 90 grados. “Qué
vulgares son los hombres cuando se excitan”, pensé. Por desgracia,
mis Moschino se negaron a rebasar la curva de mis caderas y me fue imposible,
en un espacio tan reducido, hacer las maniobras necesarias para quitármelos.
Prado, que había sido rockero y por lo tanto adolescente toda la
vida, quería romperme los pantalones, bajarlos, rasgarlos, hacerles
un hoyo; pero lo único que hizo fue herirse los dedos con las corcholatas
y provocarse una fuerte hemorragia. Pobrecito Prado, me dio lástima
verlo allí tan indefenso. “¿Por qué mejor no te la
pajeas, tío?”, le dije y salí del baño temiendo que
manchara mis pantalones con ese horroroso líquido rojo que le salía
de los dedos. En el pasillo un voyeur me reprochó: “Oye, a ver si
para la próxima vez traes falda”. Cuando salí del Morocco
estaban tocando una de mis piezas favoritas, Loving You de Minnie Riperton.
Las notas me acompañaron hasta la Gran Vía y dejaron de sonar
cuando cerré la puerta del taxi.
El monopolio Jesús Borro Fernández Todo el mundo sabía que el
Johny era el camello de la Facultad. Yo le solía pasar los apuntes
de las clases a las que faltaba a cambio de cierto trato de favor a la
hora de negociar pequeñas e inofensivas dosis para el fin de semana.
El horario de tarde no lo había elegido por que sí (como
lo elegí yo), sino por ser la única forma de ir a clase de
vez en cuando a ofrecer su gama de productos. Fue pionero en la introducción
del teléfono móvil y en que éste dejara de ser un
bien de lujo, cada vez que el mismo sonaba en clase se oían las
sonrisitas hipócritas de las pijas que seguían siendo vírgenes,
pero que parecían haber dejado de serlo después de haberse
fumado en no importa qué fiesta de cumpleaños alguna de las
famosas trompetas del Johny, la especialidad de la casa.
La Reina Victoria Anónimo El padre de Victoria era el duque
de Kent (hijo a su vez de aquel rey demente que fue Jorge III), y su madre
era una princesa del ducado alemán de Sajonia-Coburgo, cuya línea
dinástica también estaba atiborrada de indeseables. Decidieron
educar a Victoria con gran austeridad y dentro de la más estricta
moral, para que se apartara de la degeneración de las dos cortes,
la inglesa y la sajona. Emergía el inmenso poder de la burguesía
industrial y la clase media. La monarquía tenía que convertirse
en otra cosa si quería sobrevivir a las crecientes presiones revolucionarias.
Al principio de su reinado, Victoria era una pasionada whig (el partido
progresista) y odiaba a los tories (los conservadores); ese odio le hizo
intervenir en la política de manera dudosamente constitucional,
impidiendo que el jefe de la oposición formara Gobierno. El maquinador
rey Leopoldo había decidido, años atrás, que Victoria
debía casarse con Alberto de Sajonia-Coburgo. El príncipe
Alberto era primo carnal de Victoria y había nacido tres meses después
que ella. Su padre, el duque, era un tipo disipado y mujeriego; su madre,
cansada del maltrato, huyó a París con un oficial de la corte
cuando Alberto tenía cuatro años y murió en aquella
ciudad poco después. Lytton Strachey, en su deliciosa Biografía
sobre Victoria, insinúa que, por entonces (a los 19 años)
el príncipe mantenía una relación íntima con
un joven oficial inglés, el teniente Francis Seymour. Victoria y
Alberto se habían conocido por primera vez a los 17 años,
sabedores ambos de que la familia aspiraba a casarlos. Estuvieron juntos
un par de semanas y la adolescente y regordeta Victoria se quedó
prendada de su primo. No se volvieron a ver hasta tres años después.
Victoria le comunicó a su primer ministro que quería casarse
inmediatamente con Alberto. La reina, en fin, ama con locura a Alberto;
y Alberto, por su parte, ama ser amado, sobre todo por la reina de Inglaterra,
y más aún cuando esa reina es un personaje tan lleno de vida
y con una pasión tan desbordante. A las seis semanas de la boda,
Victoria se quedó embarazada. A la pobre reina le desesperaba tener
hijos, pero tuvo nueve, uno detrás de otro: la mayoría de
ellos apenas sí se llevaban once meses. Tras el noveno, en 1857,
el médico le prohibió tener más niños: “¿Eso
quiere que decir que no voy a poder seguir divirtiéndome en la cama?”,
preguntó la compungida, carnal y muy inocente reina. A media que
el tiempo fue pasando, la figura de Alberto se agrandó más
y más para la reina. Había conseguido no ya ganarse la confianza
política de Victoria, sino convertirse en su consejero y su único
apoyo. Fue Alberto quien ideó, organizó y sacó adelane,
contra todo tipo de dificultades, la famosa Exposición Internacional
de 1851, una celebración de la técnica, la paz y el futuro
que resultó ser un completo éxito. Alberto mantuvo un peligroso
pulso contra el poder político. El príncipe era cada día
más infeliz. Su belleza se deterioró rápidamente:
engordó, echó papada, se quedó calvo. Hipocondríaco
y depresivo, se había entregado al trabajo de un modo patológico,
hasta la obsesión, hasta la extenuación. En una visita oficial
se empapó bajo la lluvia y cogió un resfriado. Fue empeorando
semana tras semana, y al cabo se supo que tenía fiebres tifoideas.
murió el 14 de diciembre, sin ruido, sin espasmos, sin luchar. Tenía
42 años. Victoria fue atrapada por la locura de los Hanover. Ella
creía que iba a morir inmediatamente, pero en realidad vivió
aún 40 años más. Destrozada y medio demenciada por
el dolor, la reina ordenó que pusieran una foto del príncipe
sobre la almohada y se acostaba abrazada al camisón de Alberto.
Además, los sirvientes tenían que sacar todos los días
ropa limpia para el príncipe, y cambiar el agua de su lavamanos
(este rito se mantuvo durante cuatro décadas). Victoria abandonó
toda actividad pública, incluso se negó a asistir a los consejos
de sus ministros. Al fin, y después de mucho presionar, se logró
que la reina se sentara en una habitación adyacente y que escuchara
las deliberaciones a través de la puerta abierta. Por los Gobiernos
europeos empezó a circular el rumor de que la reina Victoria se
había vuelto completamente loca. Mantuvo esa actitud durante cuatro
años; y después, en vista de que, contra lo que esperaba,
seguía viva, volvió a ir asumiendo sus responsabilidades
poco a poco. En 1865 se trajo a Londres a John Brown, un rudo escocés
que había sido el valet de Alberto y que a partir de entonces fue
el criado privado de la reina. Diecinueve años duró esa relación,
sin duda amorosa, hasta la muerte de Brown en 1883. La reina, en fin, sobrevivió
a casi todo el mundo, incluidos cuatro de sus hijos. Cuando falleció,
octogenaria y en 1901, fue enterrada en un carísimo panteón
junto a su amado Alberto. Murió aparentemente en plena gloria, siendo
la gran emperatriz de la India y la orgullosa reina de Inglatera; pero
en realidad la monarquía había ido perdiendo todo poder ejecutivo
durante su reinado, y además empezaba el nada victoriano siglo XX
y el declive fatal del imperio británico.
Una vocación imposible Juan José Millás De haber nacido hombre, no tengo
ninguna duda sobre lo que me habría gustado ser: misionero, pero
misionero aquí, en Madrid. No entiendo a esos curas que se van a
salvar almas a la selva. Lo lógico es rescatar primero las de Madrid
y, luego, si todavía tienes tiempo, las de Barcelona, Valencia,
Sevilla y Bilbao, por este orden. La selva puede esperar. Yo creo que los
curas que se van al Amazonas, o a África, no tienen verdadera vocación:
se marchan porque no aguantan a su madre, o porque les gusta la aventura,
porque si de verdad quisieran salvar almas se quedarían en Madrid.
El domingo pasado fui al Retiro, empecé a contar almas y cuando
iba por dos mil quinientas treinta y siete lo tuve que dejar porque pasé
junto a una madre que estaba contando en voz alta las cucharadas de leche
en polvo para el biberón de su hijo y me confundió. Pero,
bueno, no había contado ni la mitad, y eso que yo así, a
ojo, calculo mal. Y todas se estaban ahogando, o sea, que necesitaban un
misionero que les trasmitiera la palabra de Dios y les hablara de las postrimerías.
Delicias turcas Rubén Lardín Basada en una novela que a su vez
adaptaba hechos reales, Delicias turcas, que fue nominada al Oscar como
mejor película extranjera, tiene el honor de ser una de las mejores
cintas de Paul Verhoeven, un realizador holandés que nos brindó
buenos títulos en su primera etapa y que luego se integró,
con habilidad pasmosa, en el circuito hollywoodiense más comercial
con títulos menos interesantes.
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